La señora Cinta es de Tortosa y tiene 91 años, aunque todo el mundo piensa que es mucho más joven y a la hora de ponerle un número a sus poquísimas arrugas, la gente que no la conoce suele optar por el setenta y pocos. La vida la ha tratado bien. Ella dice que el secreto es que durante los años de la guerra pudo alimentarse. No ha bebido, no ha fumado y ha estado muchas décadas con el mismo hombre, "el Xavier", al que levantó de la cama, limpió, alimentó y llevó al médico durante los duros y largos años de su tremenda enfermedad. Él ya se rindió, pero ella no. Ahora le está saliendo todo, según dice, porque padece vértigos y se marea de vez en cuando por sus problemas de cervicales, seguramente, por los esfuerzos físicos realizados al cuidar de su marido. Pero no es de las que se queja y eso es algo que tiene un grandísimo mérito en estos tiempos.
Duerme una media de siete horas seguidas. Luego se levanta, hace la cama, la comida y se arregla para salir a la calle, aunque haga frío, aunque sólo sea hasta la esquina y volver al portal. Allí se queda un rato, con su gorrito de lana parisino y sus labios bien pintaditos, discretos pero marcados, saludando a los que entran o salen con una amabilidad repleta de sana satisfacción por sentirse acompañada.
La señora Cinta es increíble. En serio que no aparenta la edad que tiene. Y ¡qué bien se maquilla el rasgado de sus grandes ojos oscuros! ¡Y cómo acierta conjuntando complementos como pendientes, bufandas y pulseras! Y si coquetería no le falta, es porque tampoco carece de pequeñas ilusiones cotidianas, sencillas, normales como ella, sin ser por eso corrientes o vulgares.
Suele sonreír sin dificultad y mantiene la cabeza en su lugar, pues conserva intactas sus facultades, la memoria y el sentido del humor. No ha tenido descendientes y creo que es hija única, así que sólo mantiene relación familiar con una sobrina de su difunto esposo, que la llama de vez en cuando y se la lleva al pueblo a pasar alguna festividad extraordinaria.
Cada quince días le viene a casa una chica de los Servicios Sociales a echarle una mano con la limpieza. ¡Habla mucho! – confiesa entre risas-. Pero rápidamente cambia el semblante por uno más solemne y me mira fijamente a los ojos para asegurarme lo maja que es y lo contenta que está con ella. Su reflexión me hace reflexionar a mí sobre la Ley de Dependencia, el sistema de pensiones y los recortes que afectan a nuestros mayores. Sí, nuestros. Porque aunque estén solos o precisamente porque lo están, son nuestros. Como los bosques, el cielo, la capacidad de amar o el derecho a tener una vida digna y una muerte digna.
La señora Cinta se ha dedicado a arreglar pantalones en un mundo que siempre los ha tenido descosidos, rotos o desajustados. Y es curioso que, pese a tener una profesión tan necesaria por reparadora, en sus papeles oficiales no conste ni un alfiler. Ahora sólo le queda la escasa pensión de viudedad (por cierto, como el resto de pensiones, amenazada de muerte), el cariño de sus vecinos y un enorme coraje para mantener su espalda erguida y su voluntad vital inquebrantable como un pincel.